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Arévalos es solo la punta del “iceberg”

En un fallo sin precedentes, un cura de la Iglesia Católica fue condenado a seis años de presión por abusar sexualmente de dos monaguillos de 12 y 13 años, a quienes al término de las misas manoseó en glúteos y genitales durante tres meses. El responsable de estos hechos aberrantes, acaecidos en el año 2013, es el presbítero Estanislao Arévalos, quien ejercía el ministerio sacerdotal en una parroquia del barrio San Vicente de Asunción. Pero eso no es todo. El Tribunal de Sentencia también ordenó remitir al Ministerio Público los antecedentes de Vicente Soria, Superior Provincial de la Congregación de los Redentoristas, a la cual pertenece el ahora condenado, para iniciar una investigación por indicios de testimonio falso, léase encubrimiento, algo que, para desgracia de los católicos y de la Iglesia en el Paraguay, practica con frecuencia la más alta jerarquía eclesiástica, la cual se ha desentendido de otra decena de casos de pedofilia, provocando estupor entre propios y extraños.

Ninguna institución está exenta de contar entre sus filas a psicópatas y delincuentes. No es esto lo que se le achaca a la Iglesia, sino el hecho de que con tal de mantener su alicaída credibilidad, opte por esconderlos, como la basura debajo de la alfombra, y mantenerlos fuera del alcance de la Justicia.

En el caso del Superior de los Redentoristas, las investigaciones llevadas a cabo dan cuenta de que al poco tiempo de recibir las denuncias, se llevaron a cabo dos reuniones entre el sacerdote Arévalos y las víctimas; sin embargo, ante el tribunal competente, negó tener conocimiento de dichos encuentros y afirmó que “solo escuchó rumores” sobre los abusos cometidos por el cura.

De comprobarse que obró de tan repudiable manera, la conducta o inconducta de Soria no debería extrañarnos. No sería más que la repetición del mismo “modus operandi” de sus jefes de la Conferencia Episcopal Paraguaya (CEP), quienes, merced a sus influencias, por el momento lograron acallar las denuncias de encubrimiento de casos de abuso sexual a menores, que tienen como responsables a 10 o más sacerdotes, quienes dejaron un tendal de víctimas.

El caso más espeluznante es el de un “pedófilo serial”, valga la tipificación, llamado Carlos Ibáñez, un sacerdote argentino condenado en su país por múltiples crímenes sexuales cometidos contra jóvenes e infantes, quien se convirtió en prófugo de la Justicia y encontró refugio en la Iglesia paraguaya, donde ejerció campantemente el sacerdocio por más de dos décadas.

Sorprendentemente, el arzobispo de Asunción, Edmundo Valenzuela, pretendió justificar semejante barbaridad, arguyendo que “se había presentado con sotana y sabía dar misa, por lo cual no correspondía pedirle credenciales”. Un disparate que causaría risa, o bronca, a cualquier estudiante de los últimos años del Seminario y con más razón a diáconos y presbíteros, quienes saben muy bien que para dejar una Diócesis e incorporarse a otra existe un procedimiento canónico que debe ser rigurosamente observado.

A parte de ello, Valenzuela y otros obispos, como Adalberto Martínez, fueron informados en su momento quién era Ibáñez, pero al igual que el Superior de los Redentoristas, optaron por guardar silencio, por lo que, al igual que éste, corresponde que sean investigados por el ministerio público.

La condena a Arévalos puede considerarse como un paso hacia adelante, pero solo eso, un paso, porque la debacle moral de la Iglesia es tan profunda que hace que existan varios casos más que se mantienen impunes debido a la complicidad de los miembros del episcopado.

Este es uno de los rostros de la Iglesia en el Paraguay, el más horrendo, aunque no el único digno de repudio,  y no aquel que proyectan sus pastores presentándola como la “reserva moral” que dejó de ser hace mucho tiempo, cuando a su frente tenía a hombres extraordinarios, como Sinforiano Bogarín, primer arzobispo de Asunción, o Ismael Rolón, de la estatura moral de un gigante.

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