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De José P. a HC

La debacle política, intelectual e incluso moral de antiguos líderes opositores, francamente no tiene parangón, dejando estupefactos a quienes en algún momento los respetaron por su coraje en momentos en que la patria exigía a sus hijos la defensa de la democracia. No nos referimos a los Efraín Alegre y otros que, como él, jamás movieron un dedo en la lucha anti dictatorial, aunque con total desparpajo ahora alardean de haber ocupado un lugar destacado en las trincheras, sino a figuras como Miguel Abdón Saguier, quien, en el ocaso de su carrera política, justifica lo injustificable, como el salvaje ataque del que fuera objeto el pasado 31 de marzo nada menos que el mayor símbolo de la representación popular: La sede del Congreso.

Al referirse al tema, un medio colega instaba a sus lectores a imaginar qué hubiera sucedido si en Londres, París o Roma, grupos de vándalos tomaban por asalto el edificio de un poder del Estado, destruían sus equipamientos y le prendían fuego. Pero a decir verdad, no hace falta que imaginemos nada, sino, simplemente, que recurramos a nuestra propia historia, particularmente a los fatídicos sucesos del 23 de octubre de 1931, cuando una manifestación estudiantil fue reprimida a los tiros con el argumento de que pretendían atropellar el Palacio López, arrojando como resultado el asesinato de 10 jóvenes.

El presidente de entonces, José P. Guggiari, del Partido Liberal, calificó el procedimiento militar como “una reacción natural, de legítima defensa”; versión esta que fue repetida por los dirigentes del liberalismo de todas las épocas, hasta el presente.

Si Saguier y sus correligionarios mantuvieran una dosis mínima de coherencia, los manifestantes del 31-M, apenas comenzaron a los cascotazos contra el Poder Legislativo, tenían que haber sido respondidos a balazos, sin la menor duda. A diferencia de los sucesos de hace 86 años, en esta ocasión no se limitaron a “intentar” atracar un Poder del Estado, como entonces -lo que por cierto es objeto de polémicas entre los historiadores- sino que lo concretaron, de manera brutal, dejando tiesos a los ciudadanos que observaban horrorizados las imágenes del Congreso ardiendo en llamas, que mostraban todos los canales de televisión.

Ahora sí cabe que instemos a los lectores a preguntarse ¿qué hubiera sucedido si Horacio Cartes procedía, no digamos como lo harían hipotéticamente el primer ministro de Inglaterra, Francia o Italia en las mismas circunstancias, sino como lo hizo José P. Guggiari aquí, en el Paraguay, en 1931?

La respuesta es obvia. Se hubiesen registrado varias muertes, no sabemos cuántas, otros tantos resultarían heridos y, en el ámbito político, los mismos instigadores de los actos violentos se iban a desgañitar exigiendo el enjuiciamiento y destitución del presidente de la República, junto con aplicársele la pena máxima, a ser cumplida en Tacumbú, a falta del paredón, la guillotina o la horca.

Felizmente nada de esto ocurrió, como tal vez esperaban los promotores de dichos sucesos. La situación volvió a la normalidad y las instituciones retomaron sus actividades rutinarias, superándose la grave crisis. Pero los hechos ocurrieron, los autores materiales fueron debidamente identificados y algunos de ellos hoy guardan reclusión, como en justicia corresponde.

Sin embargo, para Saguier y otros exponentes del oficialismo liberal, los delincuentes que perpetraron tales hechos son “jovenes luchadores” y su procesamiento y castigo “un acto de implacable persecusión política”, prostituyendo así no solo principios básicos del Estado de Derecho sino, incluso, el significado mismo de la palabra.

Para fortuna de José P., ninguno de éstos tuvo a su cargo juzgar los hechos luctuosos de 1931, pues hubiera sido condenado a la hoguera por “homicida múltiple”, y para bien de nuestra sociedad y nuestra democracia, HC, ante acontecimientos aun peores, no obró como aquel prohombre del liberalismo paraguayo.

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