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Hora de sacar la tarjeta roja

Era solo cuestión de tiempo. Los hechos de violencia que protagonizaron “barras” del Olimpia el domingo último, en la ciudad de Pedro Juan Caballero, no son más que el producto de una serie de actos del mismo tipo, aunque tal vez no de la misma magnitud, que vienen sucediéndose dentro y fuera de otros estadios de nuestro país, en donde componentes de estas bandas delictivas son responsables de todo tipo de desmanes, que ya derivaron inclusive en el asesinato de algún rival o de simples aficionados elegidos como blancos al azar. Pero no se trata solo de inadaptados que actúan en solitario y una vez a la semana van a la cancha a descargar sus broncas y frustraciones. De ningún modo. Son una pieza en el engranaje de las mafias que operan en el campo de la reventa de entradas  y, seguramente, de la distribución de drogas, según destaca un reciente informe de la Senad, por lo cual lidiar con ellas debe ser parte de una política impulsada desde los más altos niveles, hasta desarticularlas por completo.

Cuando se producen situaciones desgraciadas como la que ahora adquiere tanta relevancia mediática, es común que comentaristas deportivos y periodistas en general invoquen el éxito obtenido por las autoridades inglesas en la tarea de desterrar la violencia de los estadios de fútbol, que en los años 80 estaban completamente a merced de los “hooligans”, recordará el lector. Era violencia pura y dura. Un verdadero “culto” que rendían las  “barras” de diversos clubes a la hora de desafiarse y matarse a trompadas… o a tiros.

Ellos, los ingleses, resolvieron la cuestión castigando y marginando de manera implacable a los violentos, registrándolos con absoluto rigor para que nunca más pudieran pisar una cancha, y modernizando los estadios, llenándolos de butacas para identificar con mayor facilidad a los espectadores. Pero en nuestro caso, como en el de la Argentina y el Brasil, la cuestión es más compleja, porque, a diferencia de Inglaterra,  la violencia es parte de otras actividades ilegales que mueven muchos millones y que no podrían llevarse a cabo si no fuera con la complicidad de dirigentes y “sponsors” de los grupos de vándalos, que ya no solo se enfrentan con los de otros clubes, sino que disputan el “mercado” entre los de un mismo equipo, como aconteció en Pedro Juan.

El caso más documentado es el argentino, dice una investigación publicada por la BBC, “donde los barrabravas exigen y reciben numerosas entradas para ellos mismos y su reventa, atienden lucrativos negocios en los estadios y sus alrededores, viajan a otros estadios por cuenta de los clubes… y también se ha vuelto común la presencia de grupos dedicados al narcotráfico, que suelen ser los más peligrosos”.

Cualquier semejanza con la realidad que hoy nos toca vivir NO es pura coincidencia. De los países vecinos, sobre todo de Argentina, “importamos” con frecuencia lo peor de lo peor, incluyendo, ahora, la violencia entre “barras” de un mismo club,  como ya sucedió tiempo atrás entre hinchas de Boca Juniors, por ejemplo.

En consecuencia, la lucha contra este flagelo debe combinar varias medidas, que si bien arranca con el castigo y marginación de los violentos, al estilo de los ingleses, solo tendrá éxito si paralelamente se apunta a quienes los financian, incentivan y/o manejan, sean quienes fueren.

A todos ellos hay que mostrarles la tarjeta roja, si de verdad se pretende extirpar la violencia ligada al fútbol y que éste se convierta nuevamente en un espectáculo del que todos podamos disfrutar,  como se disponían  a hacerlo las numerosas familias que asistieron el domingo a la cancha para ver el juego Olimpia-Sol de América, pero quedaron prisioneras de largos minutos de angustia y pánico.

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