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Los demonios andan sueltos

En Brasil, nadie, absolutamente nadie, esperaba que los acontecimientos se desenvolvieran de la forma en que lo hicieron. Cuando estalló el escándalo del caso “Lava Jato”, el objetivo era terminar de liquidar al vapuleado gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), asumiendo desde luego ciertos “daños colaterales”, léase el involucramiento de algún político o empresario “amigo”. Y, en efecto, sirvió para tumbar a Dilma Rousseff de la presidencia, pero la crisis entonces recién comenzaba y muy pronto se saldría de control. El agua alcanzaría rápidamente las narices de sus propios verdugos, de los principales aliados del nuevo gobierno en el Congreso, sus ministros y del propio presidente Michel Temer, además de millonarios muy poderosos, que tratan de reducir sus penas delatando a los primeros. Ahora le llegó el turno a Lula, el político más influyente y mejor posicionado para tomar las riendas del Planalto, por un cargo insignificante en comparación al resto, lo que si bien no lo exime de responsabilidades, resulta cuanto menos sugestivo.

A medida que iban “cayendo” algunos “peces gordos”, el destape del gigantesco hecho de corrupción generaba simpatía no solo en el vecino país, sino en todos los rincones del Continente. Hoy, casi dos años después, produce preocupación y angustia, en el marco de la mayor incertidumbre respecto a su futuro, que no permite divisar la luz al final del oscuro túnel por el cual transita.

Y es que la crisis, en verdad, es pavorosa. Quien ofició de sicario de Dilma, el entonces presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, cumple una condena de 15 años de prisión en una cárcel de Curitiba. Aécio Neves, el “chico 10” de las fuerzas conservadoras del Brasil, le sigue los pasos, al igual que media docena de exministros del actual gobierno y, he aquí uno de los mayores problemas, el propio presidente Michel Temer, quien en un par de semanas podría ser sometido al temido “impeachment” y suspendido en sus funciones.

De producirse tal hecho, el presidente de Diputados, Rodrigo Maia, asumiría la presidencia del Brasil y luego sería designado por el Congreso, en elecciones indirectas, para completar el mandato. Y aquí surgen otros dos problemas más. Por un lado, el hombre figura en la lista de coimas que la constructora Odebrecht entregó a la Justicia. Uno de los delatores de la empresa, João Borba Filho, declaró que en 2008 entregó 350 mil reales a Maia, en su propia casa, y que  dos años después hubo una nueva coima de 500 mil. Por el otro, al menos la mitad de los congresistas también se hallan involucrados en el “Lava Jato”, lo que le resta toda legitimidad a la hora de designar al sucesor “definitivo” de Temer.

En este contexto se barajan otras alternativas, como ser, elecciones directas para presidente y vice o elecciones directas para todos los cargos electivos, requiriéndose para ambos hipótesis la enmienda previa de la Constitución.

Y de vuelta al surrealismo, en este caso más realista que nunca. Sean ahora las elecciones o en octubre del 2018, los principales referentes de la política brasileña están inhabilitados o en vías de serlo, como Lula, considerado por amigos y enemigos como seguro vencedor.

Por eso se equivocan de cabo a rabo aquellos que se limitan al análisis superficial de considerar que los sucesos de Brasil demuestran que es “un país serio”,  “un país que está haciendo muy bien sus deberes”, etcétera, etcétera. Los que llegan son iguales o peores de los que se van. Es una dirigencia nacional, política y empresarial, descompuesta hasta la médula, con el agravante de que no se avizoran alternativas superadoras.

Esa dirigencia, que por disputas internas abrió tiempo atrás la caja de pandora, daría lo que fuera por volver el tiempo atrás y que el escándalo se limite a algunos altos funcionarios o directamente no estalle, que Dilma termine su mandato aunque sea a los tumbos y, en lugar de derrocarla, proyectar un “pos” PT en los marcos electorales.

Pero ya es tarde. Los demonios andan sueltos y las consecuencias son imprevisibles.

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