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¡Ni Adalberto, ni ningún otro!

Las redes sociales daban casi como un hecho, al igual que no pocas páginas digitales católicas. El Papa Francisco nombraría al obispo Adalberto Martínez como Cardenal; el primero en la historia de la Iglesia en el Paraguay. Tamaño despropósito fue, sin embargo, desmentido rápidamente por el embajador de nuestro país ante el Vaticano, Eduardo Kriskovich, quien afirmó tajantemente que la noticia era “cien por ciento falsa”. Y esto se confimó al día siguiente, el domingo, cuando el obispo de Roma designó a 11 purpurados; tres de ellos latinoamericanos, pero ninguno paraguayo, lo que para algunos fue una ingrata sorpresa.

Ocurre que Francisco, en su visita al Parguay en julio del 2015, había anunciado que cuando hubiese vacantes, un cardenalato sería cubierto por un clérigo paraguayo. Tal vez lo hizo empujado por el entusiasmo generado por las masivas muestras de  devoción que le brindara la feligresía nacional, una parte de la cual no se explica el porqué hasta ahora ningún compatriota ha sido designado como cardenal y, la verdad, las razones abundan.

En primer lugar, no obedece al grado de desarrollo de la Iglesia en nuestro país, a la cantidad de Diócesis ni de fieles, que son abrumadora mayoría en la población, aunque no son pocos los que están migrando a otras religiones. Prueba de ello es que Uruguay, un país eminentemente laico, en donde el catolicismo es francamente débil, tuvo a su primer Cardenal ya en el año 1958, Antonio María Barbieri, quien se desempeñó como tal hasta su muerte, en 1979;  y en el 2015 este Papa nombró a otro uruguayo, al también arzobispo de la misma ciudad, Daniel Sturla Berhouet, entre otros 20 nuevos cardenales.

El criterio esgrimido por el Vaticano en esta oportunidad fue que los elegidos eran hombres “destacados por su conocimiento de la doctrina, buenas costumbres, piedad y prudencia”. Y aquí podemos comenzar a encontrar las respuestas del porqué no emana un Cardenal de la Iglesia paraguaya, cuyos miembros del episcopado no reúne ninguno de los requisitos mencionados, ya no hablemos del grueso de los sacerdotes, salvo honrosas excepciones.

Al contrario, a falta de esas virtudes, inexistentes entre los obispos, son muchos los vicios que a diario exponen con sus inconductas en los más variados ámbitos.

En primer término, sus actividades pastorales (¿?) se limitan a las misas de los domingos, a los que suman algunas cuestiones burocráticas irrelevantes. Su única preocupación es “no hacer olas”, o sea nada, para jercer el cargo hasta jubilarse. El único sacramento que goza de relativa salud es el del bautismo, pero si tomamos otros, como el de la confirmación y ya ni hablar del casamiento, los números que producen aparecerían en rojo, por eso nunca los publican. La confesión es una práctica elemental de los católicos, pero en nuestro país se está perdiendo. Las vocaciones, es decir los que optan por el sacerdocio, son ínfimas, como también las ordenaciones de nuevos diáconos y presbíteros, que cuando se producen son motivos de grandes celebraciones, precisamente por ser tan pocas.

En segundo lugar, nuestros obispos y la mayoría de los curas, mientras incumplen sus labores evangelizadoras, se dedican a intervenir en cuestiones políticas y a promover incluso candidaturas, como la de Fernando Lugo, antes y ahora, convirtiendo los Templos en plataforma al servicio de su proyecto, los púlpitos en vulgares atriles para lanzar arengas y a los sacerdotes en “legión” de operadores políticos.

Pero eso no es todo. Además de los señalados, la jerarquía eclesiástica, incluyendo al supuestamente nominado para Cardenal, monseñor Adalberto Martínez, está gravemente sospechada de encubrir uno de los crimenes más abominables, cual es la pedofilia, del que están acusados no uno ni dos, sino una decena de curas. A sabiendas de eso, en lugar de castigarlos en base a las normas del Derecho Canónico y denunciarlos ante la Justicia, les brindaron protección por muchos años, como en el caso de Carlos Ibáñez, sacerdote de nacionalidad argentina.

Entonces, ante todos estos hechos, y muchos más que ocuparía demasiado espacio relatar, es obvio que está mal formulada la pregunta de “por qué no hay un Cardenal paraguayo”. Lo correcto sería que nos peguntemos: ¿Y por qué, sin que la Iglesia reuniera mérito alguno, deberíamos tenerlo?

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