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¿Qué le pasa pa’i?

Por: Marilut Lluis O’Hara
Por: Marilut Lluis O’Hara

Tengo que reconocer que no conozco mucho la trayectoria de monseñor Edmundo Valenzuela, más que nada porque después del golpe de Estado del 89, la combativa y comprometida Iglesia paraguaya pareció haberse refugiado en sus templos y dejado a la gente al arbitrio de sus gobernantes.

Lo que sí sé de él es que no tiene nada que ver con sus antecesores, como Ismael Rolón, ese maravilloso papá guasu que durante los peores años de la dictadura abrió sus brazos protectores para guarecer de las tempestades a este sufrido pueblo, y puso su pecho como muralla para enfrentar a los chacales.

No hay drama. No todos nacemos para ser héroes; hay más cobardes que valientes, no estoy inventando la rueda. Pero lo que no puedo entender es que, además de no tener las pelotas suficientes para seguir la senda trazada por Rolón y muchos otros curas comprometidos con la gente, este tipo haya optado por convertirse en cómplice y encubridor de delincuentes.

Para colmo, además de ser un pelafustán, es desobediente y medio idiota, ya que cuando por fin decidió rebelarse contra el establishment, optó por apoyar la peor causa que uno podría imaginarse, defender a los pedófilos, una de las más nefastas clases de delincuentes que existe.

La Iglesia Católica tiene en su seno a un importante número de curas abusadores y depredadores. Miles de niñas y niños han sido víctimas de estos enfermos mentales que se visten con sotana para transmitir confianza mientras meten la mano debajo de las polleras o en las braguetas de estos inocentes que fueron confiados a ellos.

Esto es deleznable por donde se lo mire. Lo es incluso más que cuando se trata de depredadores laicos, porque ellos, los curas, fueron educados para convertirse en guardianes de la pureza y la fe de la gente. Durante siglos, la Iglesia no tuvo la valentía ni la entereza suficiente para repudiar a estos delincuentes, y optó por protegerlos con el argumento de que al atacarlos se atacaba a la institución misma.

Pero Francisco I hizo que las cosas cambien radicalmente. Hoy, El Vaticano ya no está dispuesto a proteger a los pedófilos y a partir del Papa se ha iniciado una revolución profunda en la Iglesia universal. Hoy son denunciados, identificados y sometidos a la justicia ordinaria.

Pero en Paraguay, no. Aquí se los protege y se minimiza su crimen. Y se hace esto por culpa del arzobispo, quien ha decidido que es más importante proteger a estos enfermos que a sus víctimas. Y aunque después de cada barrabasada pide disculpas, el mal que está haciendo a este gran pueblo católico puede llegar a ser irremediable.

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