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Reflexiones en torno a la celda de un capomafioso

Por: Abog.  Jorge Rubén Vasconcellos
Por: Abog. Jorge Rubén Vasconcellos

El “descubrimiento” de que la celda de un capomafioso, recluido – hasta hace pocos días – en la Penitenciaría de Tacumbú, luego de la destitución de Carla Bacigaluppo, ha sido con indignación, como evidencia clara de la existencia de graves prácticas corruptas en nuestro sistema carcelario.

Ello -sin embargo- no debiera sorprendernos mucho, pues lo que ocurre en las cárceles, no es más que el reflejo de cuanto sucede en el resto de la sociedad.

El mismo contraste que presentan lujosas residencias a lo largo y ancho de la República, cerca de las cuales encontramos precarios alojamientos, y hasta personas que duermen en la calle, del mismo modo en que los hijos de los propietarios de aquellas concurren a colegios de primer nivel, mientras los demás se educan bajo la sombra de ruinosas construcciones, viéndose las mismas desigualdades en los centros hospitalarios a los que concurren para la atención de sus enfermedades, se reproduce en las cárceles. Sería impensable que los desposeídos conozcan de celdas lujosas y los acaudalados lleven una vida espartana en sus lugares de reclusión.

El problema no radica allí. Tiene otras aristas que merecen ser analizadas con detenimiento, pues, dejando de lado lo superficial, debemos preguntarnos: ¿Cuál es el propósito del encierro?.

Nuestra Constitución Nacional precisa los fines del encarcelamiento, tanto de condenados, como de procesados, sobre la base del respeto a la dignidad humana, proclamada en su Preámbulo, y consagrada en los Arts. 1, 33 y 46.

“…La prisión preventiva sólo será dictada cuando fuese indispensable en las diligencias del juicio…” dice el Art. 19 de la norma fundamental, definiendo su carácter excepcional, y estableciendo su objetivo. Este último se reduce a cumplir la función de proteger el proceso. No como se pretende desde distintos sectores, que la consideran una pena o sanción anticipada, o que procure la “protección” de la sociedad.

La función de protección de la sociedad, es propia de la pena penitenciaria, no de la prisión preventiva, y ello debiera quedarnos claro, si nos detuviéramos en el texto constitucional, cuyo Art. 20 establece, de modo indiscutible e incuestionable: “…Las penas privativas de libertad tendrán por objeto la readaptación de los condenados y la protección de la sociedad…”.

Los dos fines de la pena privativa de libertad, en consecuencia, son: 1.- la readaptación del condenado; y, 2.- la protección de la sociedad.

A partir de ello, y reconociendo que al individuo en situación carcelaria solo se le priva del derecho a la libertad de locomoción, es decir, de ir o trasladarse de un lugar a otro, y se le restringe –también- otros derechos, aunque con menor intensidad, no es posible sostener racional (o razonablemente), que ello deba traducirse en la adopción de medidas que lo reduzcan a la condición de semi-esclavitud (o esclavitud plena).

Pero las autoridades nacionales parecieran no entender estas reglas básicas de humanismo, y montados sobre la ola de la indignación popular anunciaron la demolición y el desmantelamiento de la celda del capomafioso, cuando, lo aconsejable es hacer todo lo contrario, debieran conservarla e iniciar la reforma de otras tantas, para albergar a recluidos que tengan capacidad económica para pagar cómodos alojamientos, y canalizar lícitamente los mismos recursos que hoy los reclusos acaudalados se ven obligados a destinar al soborno y la corrupción, para lograr los mismos “privilegios”.

La reeducación y readaptación social del condenado no se logrará jamás, alojándolo en sitios miserables, insalubres e indignos. Apenas se conseguirá instalar o profundizar el resentimiento, la marginalidad, y el mantenimiento de un sistema corrupto, que solo sirve para aumentar el patrimonio de los funcionarios de turno.

El otro aspecto que debe motivarnos a la reflexión, es el relacionado con el hallazgo de teléfonos celulares y equipos informáticos con acceso a internet en la celda más famosa de los últimos tiempos. Su utilización en nuestras penitenciarías no debiera sorprendernos, ni menos aún indignarnos, pues los reclusos, son remitidos a las instalaciones carcelarias por orden judicial que aclaran adecuadamente que los mismos se encuentran “en libre comunicación”.

La sanción carcelaria no puede ser considerada como privación al derecho a la comunicación del recluso, sino que –apenas- como un motivo para reglamentarlo y controlarlo. Lo que debiéramos pretender es la instalación de teléfonos públicos mediante los cuales los recluidos puedan comunicarse con el resto de la sociedad, bajo un régimen de estricto control y monitoreo, como igualmente la habilitación del servicio de internet, con los filtros tecnológicos adecuados que impidan su utilización como herramienta para la comisión de nuevos hechos punibles.

Mientras sigamos tratando al recluso de la misma forma que en la época medieval, mientras optemos por aplicar absurdas prohibiciones, antes que razonables reglamentaciones. Mientras no tratemos con dignidad a los reclusos, la pretendida rehabilitación del condenado seguirá reducida a letra muerta en nuestra Constitución Nacional, y seguiremos sosteniendo un sistema perverso y corrupto, del que participan funcionarios encargados de la administración carcelaria y fiscales afectados por ceguera transitoria durante los allanamientos que realizan en nuestras penitenciarías. En fin, la celda de Pavao, cuyo traslado estará justificado por razones de seguridad y no por los lujos que tenía, debe ser motivo de reflexión y, por qué no, constituirse en un modelo a seguir.

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