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Si fuera un juez paraguayo…

Por: Abog.  Jorge Rubén Vasconcellos
Por: Abog. Jorge Rubén Vasconcellos

Haciendo un poco de historia, es posible afirmar que en nuestro país, que la primera Constitución,  entendida como Ley fundamental de la Nación destinada a establecer su régimen jurídico y político; la estructura orgánica del Estado; fijar los límites de las facultades de aquél, mediante el reconocimiento de los derechos individuales, sociales y colectivos de los ciudadanos, al tiempo de otorgarles garantías e imponerle obligaciones, se registró recién en el año 1870, cuando las cenizas de la guerra de la Triple Alianza, aún estaban humeando.

En presencia de las tropas de ocupación, se sanciona el proyecto de Constitución, que siguió el texto de la Constitución Argentina de 1853, inspirada en la obra de Juan Bautista Alberdi, que tomó como modelo el sistema constitucional de los Estados Unidos de América.

Sin detenerlos en las críticas que se le pudiera formular a aquella, la verdad histórica determina que por primera vez en poco más de medio siglo de vida independiente, nuestro país adoptaba el modelo republicano de gobierno, estableciendo la clásica división de los Poderes. Fijaba la independencia de los Poderes del Estado, estableciendo un sistema de interrelación e interdependencia, de pesos y contrapesos.

Su vigencia fue abruptamente interrumpida, setenta años después, por Decreto Nº 2242, el entonces presidente José Félix Estigarribia pone en vigencia una nueva Constitución, siguiendo las corrientes autoritarias predominantes en la época en la Europa Central.

Casi tres décadas después, se sanciona una nueva Constitución bajo el Gobierno de Alfredo Stroessner – que – vuelve a aproximarse al texto de la Constitución de 1870, aunque conserva los rasgos autoritarios de la anterior (1940), con una importante preeminencia del Ejecutivo, sobre los demás Poderes del Estado.

Caído Stroessner el 3 de febrero de 1989, se inició – en todos los ámbitos – un proceso de debate sobre la necesidad de la reforma parcial o total de la Constitución, que culminó con la convocatoria a elecciones generales para su reforma total, y luego de poco más de seis meses de deliberación se sancionó la Constitución de 1992, con un amplio consenso y aceptación de todos los sectores políticos y sociales.

Uno de los propósitos que se persiguió con mayor esfuerzo, fue dotar al país de un Poder Judicial independiente, imparcial e “impartial”, que garantizara una adecuada administración de justicia, a cuyo efecto se establecieron nuevos mecanismos de designación y remoción de magistrados, se le garantizó la autarquía presupuestaria mediante asignación de límites porcentuales mínimos de recursos y se incluyeron una serie de disposiciones destinadas a sustraer a los jueces de las influencias de otros Poderes del Estado, o de cualquier tipo de influencias externas, que pudieran interferir o entorpecer la labor que se le asignara.

A pesar de todos estos recaudos, los nuevos instrumentos y órganos creados por la Constitución se fueron degradando con el paso del tiempo, y se convirtieron en medios eficaces para asegurar el sometimiento del Poder Judicial a los intereses de los otros Poderes del Estado, o de factores de poder político, social o económico.

Así, la segunda parte de su Art. 16 (…Toda persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales y jueces competentes, independientes e imparciales…), quedó reducida a una simple expresión de deseos, que contrasta con la cruda realidad.

Cuando leemos que la juez Ann M. Donnelly, del Distrito Federal de Booklyn (Nueva York), suspendió el cumplimiento de la orden ejecutiva dictada por el flamante Presidente del país más poderoso del mundo, bloqueando el veto temporal de entrada a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana (una de sus promesas electorales) procuramos imaginarnos lo que hubiera pasado en nuestro país ante una decisión como esa.

Sin ninguna duda, el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrado habría iniciado un procedimiento de oficio, disponiendo la suspensión preventiva del juez, sin esperar la confirmación, revocación o anulación de los tribunales superiores, quienes ya dictarían resolución condicionados por la suerte corrida por el enjuiciado, que – finalmente – terminaría su carrera siendo destituido.

La verdad es que, si la juez Ann M. Donnelly fuera paraguaya, antes de disponer la suspensión de la orden ejecutiva, tendría que haber pensado en ir despidiéndose de su cargo.

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