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Una administración de justicia que nos preserve y proteja

Por: Abog.  Jorge Rubén Vasconcellos
Por: Abog. Jorge Rubén Vasconcellos

Parece la puesta en escena de una telenovela, un guión de muy mala calidad y mal gusto, pero no es así, y no tenemos la opción de cambiar de canal. Se trata de la realidad, que nos da cuenta de celdas lujosas, intentos de fugas, incidentados traslados de reclusos, conspiraciones para atentar contra autoridades nacionales cuyo protagonista principal es algo así como “el Chapo Guzmán sudamericano”, con quien comparten escenario funcionarios estatales de distintos niveles.

Al capomafioso que encarna el papel estelar se atribuye responsabilidad en la destitución de la anterior titular del Ministerio de Justicia, seguida de una larga lista de funcionarios inferiores, y ahora pareciera es el turno del juez que tenía a su cargo la causa criminal que pesa sobre aquel.

El ambiente en el que se desarrollan los acontecimientos describe nuestra realidad como sociedad, como país, como República, desnudando debilidades institucionales e individuales.

Estos acontecimientos nos recuerdan que no contamos con las leyes necesarias para el adecuado tratamiento de poderosos criminales, miembros de organizaciones criminales trasnacionales, porque hemos dedicado los esfuerzos legislativos, desde todos los Poderes del Estado, a la persecución de delitos bagatelarios.

Nos recuerda que no contamos con una unidad penitenciaria de máxima seguridad, destinada a albergar a condenados de alta peligrosidad, para hacer efectiva la disposición constitucional que proclama como objeto de la pena “…la readaptación de los condenados y la protección de la sociedad…” (Art. 20), porque nos hemos dedicado a construir precarios depósitos humanos destinados a la reclusión de procesados por robo de gallinas.

Nos recuerda que los niveles de formación académica, intelectual y moral exigidos para integrar el sistema judicial, no alcanzan para construir una sociedad que desarrolle sus actividades con libertad y seguridad, porque hemos privilegiado a los amigos, a los correligionarios, a los familiares, a los leales y a los compinches.

En el último capítulo de esta telenovela, cuyo final es aún incierto, el juez Rubén Ayala Brun fue enjuiciado y suspendido por el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, mediante un procedimiento que nos recuerda, como hemos ido modificando la ley que regula el proceso de responsabilidad de jueces y fiscales, y como hemos retrocedido de manera vertiginosa.

El sistema diseñado al principio, por Ley Nº 131/93, que regulaba el procedimiento de enjuiciamiento y remoción de magistrados y fiscales, ha sido objeto de modificaciones sustanciales, provocando una verdadera expropiación de la acción, desplazando la titularidad de su ejercicio, privándose al ciudadano común a ejercer su reclamo contra jueces prevaricadores, dejándose en manos del Jurado la decisión de iniciar (o no) los procesos de responsabilidad de estos funcionarios.

Hoy, a veinte y tres años de vigencia del sistema, el ciudadano perjudicado por el mal desempeño de un juez o fiscal, en el ejercicio de sus funciones, ha perdido el derecho a promover su enjuiciamiento. Esta facultad se ha constituido en un privilegio propio del órgano juzgador, que tiene a su cargo decidir, sin recurso alguno, la “admisibilidad” (o no) de la denuncia, e iniciar el enjuiciamiento “de oficio”, es decir, sin denuncia previa.

El Jurado de Enjuiciamiento, tal como se encuentra regulado hoy, viola todos los principios constitucionales que consagran la regla “nemo iudex sine actore”, que representa la imposibilidad de enjuiciar a una persona (o funcionario), sin que exista una denuncia, un actor o acusador.

El Jurado, cuando inicia y tramita un enjuiciamiento “de oficio”, en virtud de una investigación preliminar, reúne en sí, el carácter de acusador y juzgador, en violación a las disposiciones del Art. 16 de la Constitución Nacional, que proclama como garantía, que “…Toda persona tiene derecho a ser juzgada por tribunales y jueces competentes, independientes e imparciales…”.-

Es cierto que otorgar a un tercero el derecho a denunciar o acusar no garantiza la calidad y la justicia del resultado del procedimiento. Lo hemos visto en reiteradas oportunidades, no solo en los trámites judiciales ordinarios, sino en los juicios políticos tramitados ante el Congreso. Pero, es absolutamente cierto – también – que si se reconociera al Senado la posibilidad de iniciar “de oficio” tales procedimientos, sin necesidad de una acusación previa de la Cámara de Diputados, el resultado permitiría la consagración del capricho del órgano juzgador.

La historia de la humanidad demostró acabadamente las injusticias del sistema inquisitivo, plagado de la condenas de inocentes y absoluciones de culpables, conforme a los gustos e intereses de los juzgadores. Pero, sin haber comprendido, y menos aprendido la lección, nosotros abrazamos el sistema para evaluar, enjuiciar y destituir a nuestros jueces, porque ello asegura y garantiza que prevalecerán los intereses de los mismos sectores que concurrieron a su designación.

El nuestro es un modelo destinado a asegurar la sumisión de los jueces a los actores políticos y los intereses dominantes. Ellos los han nombrado, conforme sus “criterios” y ellos los destituyen cuando han dejado de responderles, sin importar cuantas víctimas de sus injusticias hayan quedado por el camino.

Para que quede claro, si alguna duda o suspicacia pueden provocar estas reflexiones, ellas no se alzan en defensa del juez Ayala Brun. Por el contrario, si el sistema hubiere respetado los valores jurídicos universales y las reglas de nuestra Constitución, posiblemente, hace tiempo éste y otros jueces ya habrían sido sancionados. Los hechos señalados deben servirnos para comenzar a reencausar el sistema y construir una administración de justicia que nos preserve y proteja, como sociedad, de los riesgos del delito transfronterizo, de sus protagonistas, y de las autoridades que con su negligencia, desidia o complicidad, otorgan impunidad.

 

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