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Una piedra en el zapato de la República

Resulta muy difícil de entender y de explicar que a casi un mes de haberse presentado acta de imputación criminal contra el ministro de la Corte, Sindulfo Blanco, no haya aún un juez que entienda en la causa.

El hecho podría explicarse desde las amenazas de algunos magistrados, que pretendiendo disfrazar su solidaridad con el imputado, sostienen que el delito de prevaricato no les alcanza, o sencillamente desde la visión cruda de la realidad que refleja la perversa realidad que afecta de modo directo y frontal la independencia de jueces y fiscales.

La independencia de la Justicia, debe ser entendida en sentido amplio. Ella debe abarcar no solo el propósito de preservar a los jueces de injerencias o ataques que pudieran provenir de otros poderes del Estado, de autoridades políticas o administrativas, sino también de las influencias que pudieran ejercerse desde otros órganos del Poder Judicial, sea de los Tribunales de Apelación o la propia Corte Suprema de Justicia.

La independencia judicial, para ser tal, debe ser plena y absoluta. El magistrado debe estar exento de cualquier tipo de presión, injerencia o influencia. Pero nuestro sistema está diseñado para que ese objetivo no pueda ser alcanzado.

Ello puede visualizarse, desde la conservación de la estructura vertical del sistema judicial, conformado por jueces de grado, que subordinan el criterio de unos, respecto al de sus superiores, como consecuencia de la existencia de recursos de apelación, destinados a revisar el criterio de los inferiores.

El filósofo y pensador inglés Jeremías Bentham, hace más de ciento ochenta años atrás, ya criticaba con dureza el sistema de recursos jerárquicos, en especial el de apelación, advirtiendo con diáfana claridad que mediante ellos se afectaba gravemente la independencia de los jueces, afirmando que éstos últimos se preocuparían más por estar bien con el superior, que hacer justicia. Es decir, por “…hacerla de la forma que le sea más grata…” a aquel. Y concluía sosteniendo, que – en consecuencia – “…su primera virtud será una complacencia política…”.-

Pero, en nuestro país, el magistrado, no solamente está sometido al criterio de sus superiores, sino que – además – al de un órgano extraño al Poder Judicial. El Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, que obra con absoluta discrecionalidad sometiendo a juicio de responsabilidad administrativa a jueces y fiscales, por los criterios expuestos o defendidos por estos.

El ejemplo más claro, es reciente y precisamente se vincula con el caso mencionado, cuando exigió a los agentes fiscales que imputaron al ministro Blanco, la remisión del cuaderno de investigación fiscal de la causa, para “analizar” la conducta de aquellos.

La actitud y la conducta asumida por el órgano juzgador de jueces y fiscales, constituye una clara intervención en las causas judiciales en trámite, y una violación abierta a la independencia del Poder Judicial, pues es al juez que reciba la imputación, a quien corresponde analizar y determinar si esta cumple o no con los requisitos de fondo y forma, necesarios para su admisión.

En estas condiciones, el panorama resulta claramente preocupante, pues la anhelada seguridad jurídica, que se pretende lograr mediante la búsqueda de la independencia judicial, se torna absolutamente ilusoria. Las instituciones creadas por nuestra Constitución, se encuentran cada vez más debilitadas, y el riesgo para el país es convertirse en una República de fachada.

La solución no pasará por desandar lo transitado, ni por el mero cambio de hombres, sino por una reestructuración total y profunda del sistema de justicia, que se traduzca en la reafirmación del modelo republicano, que permita a la sociedad participar de modo activo y directo en la gestión de los asuntos judiciales.

Tampoco pasará por la modificación del Art. 305 del Código Penal, como pretenden algunos magistrados, quienes sostienen la necesidad de que el prevaricato, como tipo penal, no alcance a los jueces.  Ello, lejos de proteger a los jueces contra injerencias o influencias de terceros, significaría en consagrar la impunidad y desproteger a la sociedad.

El prevaricato consiste en pronunciar sentencias contrarias a la ley expresa, es decir, sentencias manifiestamente injustas, fundadas en la voluntad de querer decidir en contradicción con la ley.

Al estudiar este hecho punible, el tratadista argentino Edgardo Donna sostiene que el prevaricato atenta contra la Administración de Justicia “…ya que el delito es cometido por los protagonistas del Poder Judicial “abusando de las garantías que les otorga la Constitución: en la prevaricación se tuerce el derecho por parte de quienes están sometidos únicamente al imperio de la ley…”.

El caso del – hasta hoy – ministro Sindulfo Blanco, desnuda la fragilidad y debilidad del sistema judicial, y la absoluta irresponsabilidad e indolencia de nuestros parlamentarios, quienes, a más de un año de haber sido acusado por la Cámara de Diputados, y más de un mes de haberse iniciado formalmente el enjuiciamiento, que – en un principio – no debía extenderse más allá del 27 de abril, no han podido (querido) dar un corte definitivo al asunto.

No cabe duda alguna que el caso de Sindulfo Blanco es una piedra en el zapato de la República, y una exigente prueba, de la que difícilmente podremos salir airosos o fortalecidos.

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