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Brutos y chapuceros

Los políticos de nuestro país no se caracterizan precisamente por ser proclives al debate. Las líneas de pensamiento de cada cual, si las tienen, nunca son expuestas y confrontadas con las de otros, en el supuesto de que también estén munidos de alguna. Ni bien surgen las controversias, la discusión es sustituida de inmediato por la agresión, el insulto o las descalificaciones ideológicas de “zurdo” o “fascista”, aunque quienes las pronuncien no sepan muy bien sus significados. Y de vuelta pasa lo mismo con respecto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ante un eventual fallo en contra del Estado paraguayo por los presuntos secuestros y torturas de Juan Arrom y Anuncio Martí, ocurridos hace exactamente 16 años.

En los últimos días escuchamos de todo, entre lo más relevante, que no se nos puede exigir que indemnicemos a dos secuestradores y que, si así lo hicieren, Paraguay debería retirarse de inmediato del citado organismo. Lo dijeron políticos de diversas extracciones y es la opinión mayoritaria de la dirigencia nacional, dispuesta a desacatar normas, pactos internacionales y hasta principios universales, si considera que estos no son de su conveniencia.

En primer lugar, la Corte IDH no se pronunció ni se pronunciará sobre el caso del secuestro de María Edith Bordón de Debernardi, del que se acusa a Arrom y Martí. No tiene nada que ver con ese tema, que se tramita en la justicia paraguaya y, uno de sus capítulos, en Brasil, en donde ambos residen en condición de refugiados. El caso que trata es referente a la denuncia por terrorismo de Estado, ejecutado desde organismos públicos de nuestro país (el Centro de Investigación Judicial) y por funcionarios a su servicio, incluyendo a los entonces ministros del Interior y de Justicia y Trabajo, además de oficiales de la Policía Nacional, quienes habrían “operado” a fin de recuperar, para sí, el botín del rescate.

Ahora bien, lo que resulta sorprendente y a la vez preocupante es la superficialidad de las opiniones, así como la “salida” que se plantea, que en realidad son las dos caras de una misma moneda.

Con relación a lo primero y en vísperas de cumplirse el trigésimo aniversario de la caída de la dictadura, debemos asumir que no tenemos el menor apego a los Derechos Humanos, no hemos cultivado su respeto a lo largo de estos años, ni tampoco hemos promovido el castigo a quienes los violaron y violan. Y no solo eso. La “lógica” consiste en no respetar las reglas del juego, cuando estas no son beneficiosas y, sencillamente, no cumplir lo dispuesto por las instancias a las que, teóricamente, nos sometemos, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en este caso.

Nada de esto es casual. Esta actitud de la dirigencia política en el plano internacional no es más que la proyección de cómo obra en el ámbito doméstico, en el que supuestamente adhiere al Estado de Derecho, dice reivindicar la independencia de los Poderes del Estado e inclusive acciona ante la Corte Suprema de Justicia. Pero si esta falla en contra de sus pretensiones, simplemente no acata, como procedió en los casos de Horacio Cartes y Nicanor Duarte, debidamente habilitados, electos y proclamados, pero impedidos de ocupar sus bancas en el Senado.

En cuanto a lo segundo, al “qué hacer” si la Corte sanciona al Estado paraguayo, como todo parece indicar, la respuesta simple, ligera y absolutamente irresponsable, es retirarnos. Lo mismo que ordenó Hugo Chávez en el 2012 y ejecutó poco después de su muerte Nicolás Maduro. El argumento del extinto líder bolivariano fue que la Corte era “un brazo del imperio” (léase EE.UU.), acusándola de “apoyar el terrorismo”. Los políticos paraguayos, mayoritariamente conservadores, de derecha o centro-derecha, plantea hacer lo mismo, ¡vaya paradoja!, pero porque “está manejada por los zurdos”.

El problema de fondo, de donde parte todo y que debe despertar nuestra capacidad de reacción, es la muy baja calidad de nuestra democracia, echa a imagen y semejanza de una dirigencia bruta y chapucera, que prefiere mil veces manejar a discreción el poder de una republiqueta, sin importarle los costos internacionales ni locales, antes que construir un país serio, respetuoso de las reglas, a las que ellos -como todos- se sometan; requisito indispensable para que el Paraguay por fin salga adelante.

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