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La reforma, el próximo desafío

La Constitución Nacional, con un cuarto de siglo sobre sus espaldas, ha mostrado una serie de falencias en temas clave que deben ser objeto de revisión. Figuras que no son contempladas en ella, como la reelección, motivaron fuertes polémicas y desataron crisis de vastas proporciones, al igual que otras que sí forman parte de su cuerpo, como el mecanismo poco democrático para destituir al presidente de la República. A estas cuestiones puntuales, se suman otras de índole estructural, que afectan a todo un poder del Estado, como es el caso del Judicial, muy lejos de ser independiente, politizado de cabo a rabo y sometido por completo a intereses partidistas. La reelección indefinida de los parlamentarios también debe ser materia de discusión, al igual que la posibilidad de revocarles el mandato y de acabar con el blindaje que los deja fuera del alcance de la Ley. Y el combate a la corrupción, un mal endémico que mucho cuesta erradicar, ¿no debería tener rango constitucional, instituyendo la imprescriptibilidad de los delitos de esta naturaleza?

Estos son algunos aspectos -hay varios más- que están desde hace años en el orden del día y frente a los cuales la dirigencia nacional aplica la política del avestruz, ocultando la cabeza como una forma de negar la realidad, que sin embargo termina imponiéndose y muchas veces de la peor manera. Es verdad que habilitar la reforma de la Constitución podría significar “abrir la caja de Pandora”, o sea a lo desconocido, incluyendo recetas que podrían resultar peor que la enfermedad, como advierten connotados juristas de la talla de Jorge Vasconsellos, líderes partidarios e inclusive presidencialistas, como Santiago Peña, pero eso depende de la forma en que se encare el proceso.

Los partidos políticos tienen la responsabilidad de abrir el debate, puntualizando cuáles son los temas que a juicio de ellos deben ser objeto de reforma, establecer un orden de prioridades  y plantear sus posiciones sobre cada uno de ellos ante el conjunto de la sociedad. Es una discusión muy seria, que trasciende sobradamente las arengas a las que algunos nos tienen acostumbrados. Surgirán acuerdos, que ahorrarán días de deliberaciones en la Convención Nacional Constituyente, y también discrepancias, a ser dirimidas democráticamente al elegir a los convencionales que nos representen dicha instancia, que tiene la facultad de hacer los cambios de los tópicos para la que fue convocada, en el caso de ser una reforma parcial, o de los que considere necesarios, si se tratara de una reforma total.

En otras palabras, marchar hacia una constituyente cuyos resultados impliquen un avance del proceso institucional y el fortalecimiento de nuestra democracia, no solo es imprescindible, sino también posible, siempre y cuando se tomen los reaseguros pertinentes, es decir, si no se limita al simple llamado a elecciones para designar a representantes que se junten en una Convención para hacer lo que se les antoja o aquello para lo cual hayan recibido algún “incentivo”.

En esto no hay secretos. La dirigencia política debe tomar la iniciativa de exponer sus proyectos a la sociedad y ésta, a través de sus distintas organizaciones, ser parte activa de las discusiones que antecedan a la elección e instalación de la Constituyente.

En el año 1991 esto no fue factible. Se podrán aducir razones políticas de peso, como el riesgo cierto de regresión autoritaria que entonces estaba muy presente. Pero ahora la situación es muy distinta. La madurez democrática de amplios segmentos ciudadanos es incomparable con la de aquella época y ninguna cúpula partidaria está hoy en condiciones de “cocinar” todo entre cuatro paredes.

25 años de experiencia ya fueron más que suficientes y no hay argumentos valederos para seguir sosteniendo mecanismos e instituciones que no dieron resultados y que por tanto deben ser transformados. Este es desafío que se nos plantea en el horizonte, una vez que concluya el proceso electoral y se instale el nuevo gobierno.

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