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¿Quién la comprará?

“Y que nadie vaya a creer que vamos a privatizar, no vamos a privatizar nada, no soy un traidor ni un neoliberal, pero, si puedo traer capital privado internacional para recuperar una empresa, ¿no lo traigo?”, preguntó Maduro a su auditorio de la Asamblea Constituyente que lo proclamó nuevamente presidente de Venezuela, y a renglón seguido anunció la venta de acciones de PDVESA a empresas privadas rusas y chinas.

Por: Ella Duarte. Escritora. Consultora en políticas de desarrollo sostenible.
Por: Ella Duarte.
Escritora. Consultora en políticas de desarrollo sostenible.

El poder político que Maduro heredó de Chávez se basó en la administración estatal de la explotación petrolera y en la destrucción sistemática de la industria venezolana para acabar con sus empresarios y convertir al gobierno en el único operador de la economía. El control de cambios, las expropiaciones, el control de precios, el control de las importaciones, terminaron ahogando al sector privado.

El sueño socialista de destruir el capitalismo se logró en la República Bolivariana. Como había ocurrido antes en Cuba.  Pero, como había ocurrido en otros países con experimentos similares, al sector público le fue pésimo como administrador. Las ventas cayeron y la producción se redujo a la mitad. El gobierno tuvo que endeudarse para mantener su burocracia y su clientela. El sector empresarial privado sacó el dinero que puso para invertir en algún otro lado. Los administradores del Estado se enriquecieron y también sacaron su dinero afuera, por prudencia.

El desabastecimiento, la hiperinflación, el default son los conceptos que manejan los economistas para explicar lo que pasa hoy en Venezuela, mientras Maduro se aferra al poder y no pierde la fe: “Activaremos las fuerzas productivas para avanzar, con un nuevo modelo económico, rumbo al socialismo” anunció, luego de hacer un mea culpa: “Los modelos productivos que hasta ahora hemos ensayado han fracasado. Y la responsabilidad es nuestra. Es mía”.

Ese fracaso parece muy sencillo: Venezuela sólo produce petróleo, pero no produce lo suficiente como para financiar los gastos de consumo. El gasto social pone dinero del Estado en manos de la población y ésta demanda bienes inexistentes. El resultado se llama inflación.  Para corregir el fracaso de su sistema, Maduro propuso medidas financieras, pero se olvidó de atender el origen del problema: nunca se habló de aumento de la producción. Maduro se enfocó en crear un nuevo sistema monetario que no dependa del dólar como pieza para el intercambio comercial, para lo cual estableció en 2018 el primer criptoactivo nacional, el Petro,”para dar la guerra a los ataques internacionales”, según el mandatario, y ordenó a las 23 empresas estatales y PDVSA vender su producción en  la criptomoneda. Resultado: no aumentaron la producción ni las ventas, pero aumentaron el consumo y la inflación.

Mucho barullo, pocas nueces, ninguna solución. El Petro no ayudó a conseguir divisas. El país se encuentra hoy en default, sin acceso al crédito, aislado y con su aparato productivo desarticulado. Sus antiguos aliados de Sudamérica le dan la espalda. Estados Unidos recurre al bloqueo.  En medio de este caos, el gobierno de Maduro, huyendo del capitalismo salvaje, se arroja en brazos de los inversores rusos y chinos, los únicos dispuestos a ayudar al país caribeño. La compañía china CNPC  y la rusa Rosneft llegan a Venezuela trayendo dólares. Pero esos dólares no vienen gratis: las dos empresas amigas del gobierno de Maduro se han asegurado compras de futuros y control accionario de la industria petrolera. Mientras Sudamérica se deja llevar por la crisis política  y aísla al régimen bolivariano, los chinos y los rusos están comprando Venezuela.

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