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Se fue Dilma, ¿Y ahora qué?

Cuatro meses y medio después de que la Cámara de Diputados del Brasil aprobara la puesta en marcha del “impeachment” a Dilma Rousseff, 61 senadores votaron ayer a favor de la destitución de la presidenta hasta entonces suspendida. Como dijimos en el editorial publicado el pasado 15 de abril, los escándalos de corrupción, en el contexto de una economía recesiva y del creciente malestar social que eso provocó, fue un “cocktail” explosivo que las élites dominantes del Brasil aprovecharon para poner término a poco más de 13 años de Gobierno petista. Una élite sedienta de poder, al cual accede por medio de un camino sinuoso, no por imperio de la voluntad popular, que deberá lidiar con una crisis que se profundiza en todos los órdenes.

Apenas dos horas después de la votación, un exultante Michel Temer, hasta ese momento presidente interino, llegaba a la misma sala, prestó juramento como presidente “definitivo”, lo que no es una certeza, firmó la toma de posesión y sin dejar de sonreír a las cámaras, partió rumbo a China para participar en la cumbre del G-20. Pero ¿Por qué ríe Temer?

La pregunta es pertinente por variadas razones. En primer lugar, porque tendrá que gobernar un país dividido casi a la mitad, con una crisis institucional no resuelta, una recesión que no tiene visos de ser superada a corto plazo y en el que los conflictos sociales serán la constante. Pero además, porque él mismo está siendo investigado por el escándalo de la Petrobras conocido como “Lava Jato” y, por esa razón, sus índices de popularidad están por el subsuelo.

En una segunda votación, luego de resuelta la remoción de la presidenta, el Senado se expidió en contra de inhabilitarla por ocho años para ejercer todo cargo público, lo cual fue calificado por la prensa como “un gesto de clemencia”. La verdad sin embargo es otra. A Rousseff no la echaron del poder por corrupta. Nunca fue acusada de eso, sino de  “maquillar las cuentas públicas”, a diferencia de su entorno y de todos los que la derribaron, por lo que su eventual inhabilitación carecía de fundamento alguno.

Este hecho, que ya abrió la primera grieta entre el ahora gobernante PSDB y su principal aliado, el PMDB, que no votó a favor de inhabilitarla, fue utilizado por los parlamentarios del Partido de los Trabajadores (PT) para reforzar la tesis de que lo ocurrido constituye un “golpe”, que en rigor no puede definirse como tal. Lo que sucedió fue la utilización de un mecanismo previsto en la Constitución brasilera, que a lo sumo puede ser caracterizado como una maniobra política y en esencia antidemocrática, por ejecutarse sin tomar en cuenta la opinión de millones de electores, pero el Estado de Derecho sigue vigente y el régimen de libertades públicas no sufrió alteraciones.

De lo acontecido en el vecino país nada tenemos que aprender, salvo lo que debemos corregir en las democracias latinoamericanas, en las que los conflictos institucionales no son resueltos democráticamente, consultando al pueblo, sino que dicha atribución es de un puñado de políticos que pueden sacar y poner a presidentes a su antojo.

En el Brasil no hubo festejos. La sensación de la gente es que se libraron de unos bandidos, como muchos altos funcionarios del PT que se corrompieron hasta los tuétanos, pero vinieron otros iguales o peores, lo cual hace que el panorama sea totalmente incierto.

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