La primera marcha campesina se realizó en 1993, poco antes de que Nicanor Duarte Frutos asumiera el poder, en los últimos meses de Juan Carlos Wasmosy. Los reclamos son siempre los mismos, y luego de tanto tiempo sin encontrar respuesta, como que fueron perdiendo fuerza. En estos 26 años, hubo gobiernos, como el anterior, que intentaron encontrar una solución que, por lo menos, palíe la miseria del campo, aunque para ello chocaron con un frente de intolerancia en las cámaras del Congreso.
Tan prevista ya es esta marcha que hoy parece haberse convertido parte del paisaje, una vez al año, como si fuera un evento casi folclórico, pero sin mayores consecuencias. Esto debería cambiar alguna vez y eso solamente ocurrirá cuando los gobernantes presten atención a los reclamos que, no por repetidos dejan de ser verdad.
Lo cierto es que hasta ahora no se han atendido estos reclamos; insistimos en que muchas veces no es responsabilidad exclusiva del Ejecutivo, sino que sectores conservadores del Congreso no se animan a dar el paso necesario para hablar en serio del problema campesino. Y cuando algún sector aparece pretendiendo hacerse cargo de las reivindicaciones, casi siempre lo hace para buscar rédito político y conseguir votos en los miles de campesinos que forman parte de uno de los sectores más marginados de nuestro país.
En este punto no podemos dejar de mencionar al gobierno de Fernando Lugo, el que siempre ostentó como bandera la reivindicación de las clases humildes, especialmente la campesina. En teoría, era el que iba a luchar por sus derechos y solucionar sus acuciantes problemas, pero, en la realidad, fue el que menos hizo. Si algo de lo que prometía en sus discursos proselitistas hubiera realizado, las necesidades ya no serían tan angustiantes. Pero no cambió nada, al contrario, mató muchas esperanzas.
Ni la indiferencia ni la viveza de aprovecharse de sus necesidades hacen que ellos consigan algún beneficio que les brinde una mejor calidad de vida; al contrario, manipulados por unos y golpeados por la desatención de otros, regresan a sus tierras más viejos, más cansados y con menos esperanzas, aunque saben que el siguiente año volverán a repetir la guapeada, pensando que quizás, esa vez, alguien les prestará atención.
En la marcha de ayer se volvieron a repetir viejas frases, como una fuerte crítica hacia el gobierno y la política económica, que sigue manteniendo fuera del esquema a un amplio porcentaje de la ciudadanía. Más allá de las duras frases, habría que prestar atención a sus reclamos; alguien, en fin, que tuviera el poder de cambiar las cosas o de instar a otros a que lo hagan, debería escucharles y, en base a sus pedidos, buscar una solución adecuada.
Habría que empezar a analizar la posibilidad de llevar adelante una reforma agraria integral, verdadera, y no una que responda a intereses que no tienen nada que ver con el sector campesino. Entre los dos sectores en pugna que se notan en el Senado, el de los terratenientes y el de quienes dicen defender a los campesinos, alguno debería tomar la posta y elaborar una ley honesta, ajustada a la realidad de los dos mundos, tan diferentes pero igual de paraguayos ambos.
La marcha de ayer debe dejar mensajes a la sociedad, especialmente a ese sector que puede contribuir para cambiar las cosas. No solo por la persistencia en sus reclamos, por la decisión de su sacrificio, sino también porque su organización refleja una realidad muy frecuente en nuestro país, el innegable liderazgo de las mujeres en todos los reclamos sociales.
El protagonismo de ellas fue decisivo y contundente en la jornada de ayer, y dejó en evidencia la gran fuerza de espíritu que tienen las mujeres campesinas, tanto las que están organizadas en gremios como las que luchan de manera tenaz por sostener a sus olvidadas familias.