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El cortoplacismo de la oposición

Si hay algo de lo que no queda duda a 9 meses de las elecciones generales, es que el 2018, nuevamente, no será el año de la oposición. Y esto no es culpa de que no haya salido la reelección vía enmienda ni de que Efraín Alegre se haya apoltronado en el trono del eterno candidato a la Presidencia de la República. Es responsabilidad de todo un sector que vive priorizando lo urgente sobre lo importante, que es incapaz de generar espacios adecuados para que puedan crecer nuevas figuras, jóvenes capaces y comprometidos con la realidad nacional, a quienes ni siquiera puede atraer porque no tiene nada que ofrecerles.

Ayer nomás, el empresario Guillermo Caballero Vargas –el primer outsider que intentó ganar la Presidencia de la República- advirtió que la clase política está desgastada y que –al revés- la ciudadanía ha crecido tanto que ya exige candidatos más comprometidos y creíbles. De ser cierto esto (y no dudamos de que lo es) el golpe para los partidos tradicionales es muy fuerte, porque a diferencia de lo que ha ocurrido con el pueblo, estos han ido involucionando, especialmente los de la oposición.

Hay que entender que ningún proceso es similar al del Partido Colorado, en donde su maquinaria electoral es tan fuerte que sus candidatos, sin importar de donde provienen, se imponen y convencen de manera casi natural en sus votantes.

En la oposición esto no ha ocurrido nunca. Por eso sus derrotas siguen siendo abundantes y sus victorias escasean. Las pocas veces que consiguió el triunfo en unas elecciones –Fernando Lugo como presidente de la República en el 2008 y Mario Ferreiro como intendente de Asunción en el 2015- se debió a la figura del candidato, que logró aglutinar a toda la oposición en torno suyo. No fue ni planificado, ni mereció una capacitación seria ni una discusión comprometida entre los principales actores políticos, sino que surgió casi como generación espontánea, de manera arrolladora e impensada.

Es decir que no fueron los proyectos ni planes de gobierno los que ganaron sino los candidatos y ese liderazgo que era de ellos y con ellos se quedó. Y toda la oposición festejó estos pocos triunfos como si hubiera tenido algo que ver, como si hubiera sido el resultado de un trabajo serio y coordinado. Es tan cortoplacista nuestra clase política que fue incapaz de ver más allá de sus narices y entender que si esas figuras triunfadoras no preparaban a nuevos actores para sucederles no serían más que destellos de triunfo en un mar de derrotas permanentes.

Es por eso que este proceso electoral no será más que la crónica de una derrota más que anunciada para la oposición. Desde que Lugo y Ferreiro –otra vez los mismos- quedaron fuera de juego para el 2018, quienes debían haber tenido en sus manos varias opciones de recambio están trepando por las paredes, conscientes de que no hicieron nada, no aprovecharon ningún espacio y no dieron alternativas para jóvenes que, posiblemente, tienen muchas más cualidades que los dos superhéroes que ya no están en la contienda.

Es una vergüenza que, después de tantas historias de derrotas, los opositores no hayan aprendido nada. Y sobre todo, que no hayan captado que si no empiezan a mostrarse lo suficientemente creíbles y dignos de confianza para esa generación de nuevos líderes que están a la busca de algún espacio en el cual crecer, la llanura será su morada permanente. Hasta ahora, pareciera que no hay caso, porque siguen insistiendo en las viejas figuras, esas en las que ya nadie cree ni confía, como si en el fondo les encantara ese traje de eternos perdedores que hace tiempo decidieron ponerse.

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