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El oficio más lindo del mundo

No es un apostolado, como se decía antes,  y si alguna vez lo fue, hace tiempo dejó de serlo. Tampoco es sinónimo de fama, salvo en casos que pueden contarse con los dedos de una mano, ni es el mejor de los caminos para llenarse los bolsillos, al menos para los que realizan sus labores con honestidad. No somos dioses, ni semidioses, ni dueños de la verdad,  con facultades extraordinarias para pontificar sobre todo lo humano y lo divino. Somos trabajadores,  con las mismas limitaciones y virtudes a las de cualquier otro, que tratamos o debemos tratar de brindar el mejor de los servicios al público. No somos ángeles ni demonios. Somos periodistas, personas de carne y hueso, dedicadas a una profesión que todavía a muchos apasiona y por la que tantos han perdido el pellejo.

Los medios de prensa invierten cada vez más en tecnologías que evolucionan sin cesar. Antes en rotativas, después en computadoras, ¡toda una revolución!, y ahora en un mundo digital sin límites, en formidables plataformas, etcétera, etcétera.  Y está muy bien que así sea. Lo que está mal es que los avances tecnológicos se suceden en proporciones geométricas, mientras que la capacitación profesional, a la que ninguna de ellas apuesta, avanza a ritmos aritméticos, por decir los menos.

Las facultades de periodismo, que hoy tienen las más variadas denominaciones, son fábricas productoras de mediocres en serie. No porque los que asisten a ellas tengan problemas de comprensión o cualquier otro obstáculo impuesto por la naturaleza, sino porque la mayoría de ellas son vulgares negocios regenteados por ignorantes en la materia y los “educadores” tienen muy poco que transmitir a los “educandos”; en tanto que para la Universidad Pública, las ciencias humanas, en general, prácticamente no cuentan.

Como consecuencia de estos hechos, el nivel del periodista promedio es bajo, lo cual se manifiesta notoriamente en el tratamiento que se le da a la información, mucho más allá de la forma, del estilo, sino en lo que respecta a los contenidos. El comunicador promedio maneja poca información, sus “fuentes” son muchas veces los grupos de “whatsapp” o las redes sociales, su trabajo de campo es casi nulo y su formación general deficiente.

En este contexto, el periodista adquirió el muy mal hábito de arrogarse el derecho de acusar y condenar a medio mundo, sin importar que existan pruebas para el efecto. Basta que reciba la directriz o tenga luz verde de la patronal para pisar el acelerador a fondo, divulgar “pinchazos telefónicos” ilegales o “cruce de llamadas” realizadas sin orden judicial, metiéndose en el fango hasta el pescuezo.

Entonces, podemos seguir en este tobogán destructivo, cuesta abajo, o bien, reconocer los problemas y encarar los retos de cara al futuro, rectificando rumbos, despojándonos de tantos vicios y preparando a las nuevas generaciones cabalmente.

Los que fantasean con el supuesto “glamour” que rodea la labor periodística o esperan recibir por ella grandes sumas de dinero, no tienen nada que hacer en el mundo del periodismo. Y los que sí quieren dedicarse a esta profesión deben saber que es un trabajo que demanda muchos esfuerzos, mucho tiempo destinado a informarse y a formarse, dentro y fuera de las aulas, a lo largo de toda la carrera, así como mucha responsabilidad a la hora de usar esa arma poderosa que representa el teclado, la cámara o el micrófono.

Dicho esto, no tenemos ninguna duda en afirmar, junto con García Márquez,  que el periodismo “es el mejor oficio del mundo”.

Periodistas, en su día, ¡salud!

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